domingo, 31 de julio de 2011

Comunicación 2.0




Si, si, tú. Le repitió el camarero al chico con gorra que acababa de entrar en la bocatería. Es para ti. El camarero le alargó el teléfono estirando el cable rizado y el chico lo cogió sin comprender cómo podía alguien saber que acababa de llegar de viaje a ese bar. Había cogido un billete de ida para alejarse de su ciudad. Después de 6 años de una vida en común, bromas ridículas y sexo, su novia le había dejado sin dar más explicaciones. Sólo un mensaje en móvil. ¿Si? Si, soy yo. El chico se puso serio de repente. Sus brazos estaban tensos. No se movía ni para cargar el peso en el otro pie. Mantenía el auricular rojo pegado a la cabeza mientras escrutaba el bar. Parecía un timón deteniéndose a cada grado. El camarero lo miró. El chico le saludó falsamente.
Una señora le pidió al camarero que le trajera más sal, que el médico le hubiera dicho que tenía la tensión alta no significaba que no podía saborear la comida.
La madre se esforzaba en la mesa del fondo en que sus hijos no se lanzaran el ketchup entre ellos. Un viejo miraba desde la tranquilidad de la barra a la señora echarse la sal. La melena canosa se le movía de una forma que lejos de acentuar su edad y su calvicie, le daba autenticidad a su madurez.
El chico colgó el teléfono muy lentamente, como si le costara cortar la comunicación con la persona del otro lado.
El chico miró muy serio al camarero. Éste traía el kétchup de la mesa de los niños y le preguntó amable si estaba todo bien. El chico lo miró como si fuera la última vez que iba a poder ver una sonrisa.
Como si le hubiera estallado algo dentro, empujó al camarero contra la barra y se subió sobre ésta. Todo el mundo, hasta el anciano que observaba a la señora, se volvieron sorprendidos.
He puesto una bomba en el teléfono. Si no os marcháis todos ahora mismo llamaré con mi móvil para detonarla.
La madre, los niños, el anciano, la señora, y demás se levantaron asustados y comenzaron a gritar. El camarero, que estaba recuperándose del golpe en la espalda que le costaría la baja en su equipo de balonmano, intentó agarrarle de las piernas para tirarle al suelo, pero el chico consiguió esquivarle. Vete, lárgate. El camarero cogió una silla y se la lanzó. El chico saltó de la barra sobre el camarero y comenzó a golpearle. La sangre ya se esparcía por su puño, pero el chico estaba desesperado y no se dio cuenta de que se había pasado hasta que no conseguía distinguir más que la nariz que flotaba de toda la sangre.
El camarero intentó arrastrarse a la salida pero se quedó en la mitad.
De repente silencio. El chico comprobó que todo el mundo había escapado del bar e hizo una llamada con el teléfono. Marcó un número de memoria. Dijo algo que sólo duro una frase. Salió del bar y se cruzó con cuatro personas que entraron corriendo al bar, encapuchados. Al otro lado de la acera estaba ella.
El chico corrió hacia ella. Tenía un aspecto horrible, ojeras, cortes en los brazos y en la cara, sangre del labio. Ella sólo lloraba al verle. Cruzaron la calle y se abrazaron. Ella le manchó de lágrimas y él de sangre.
Ella sólo repetía No fui yo, no fui yo.

martes, 19 de julio de 2011

Es duro ser gato


No supe qué contestarle hasta que el gato se giró hacia mí con odio. Yo no entendía por qué alguien con la piel tan suave podía odiar a una pelota de lana, pero era así. Me dejé caer por la escalera del apartamento para darle más gracia a la persecución; pensé que a los gatos les gustas trabajarse los logros.
El gato bajó corriendo, siguiéndome, tratando de tirar de la hebra que dejaba como rastro sobre la alfombra burdeos de la escalera. Pero siempre acababa escapándose entre sus patitas imprecisas. Las uñas se las habían cortado hace poco, en un intento de civilizar a un gato callejero en pro del parqué y las persianas, y eso le hacía sentirse cada vez más nervioso. Seguí bajando escalón tras escalón, dejándome girar, rodando, apostando conmigo mismo en qué escalón me atraparía finalmente. Pero de repente escuché un cuerpo tropezar. No quise mirar, la última vez que me di la vuelta, caí en la trampa del gato y en el segundo en que me detuve me atrapó. Así que seguí intentando llegar hasta abajo pero de repente una bola de pelo pesada me pasó por encima, convirtiendo mi perfecta esfera en algo más zepelín que tardón unos segundos en reponerse.
Lo siguiente que recuerdo son unas risas que me despertaron. Yo ya era redondo de nuevo, y estaba en el suelo. Intenté tirar de mi hebra pero algo se interponía; el gato estaba enredado con la hebra, tirado en el suelo y mirando los ratones de debajo del sofá reírse de él.
El gato gimió, creí entender que me preguntaba si me estaba vengando habiéndole tendido tan astuta trampa. No supe qué contestarle hasta que el gato se giró hacia mi con odio.
Cómo iba a saber yo que lo único que quería era bajar por una vez las escaleras en paz sin tener que perseguir a ningún ovillo ni ratón, sólo una persona normal. A veces es muy duro ser gato.